Un día, cuando era estudiante de secundaria, vi a un
compañero de mi clase caminando de regreso a su casa. Se llamaba Kyle. Iba
cargando todos sus libros y pensé: "¿Por qué se estará llevando a su casa
todos los libros el viernes? ¡Debe ser un "traga"!
Yo ya tenía planes para todo el fin de semana: fiestas y un
partido
de fútbol con mis amigos el sábado por la tarde, así que me
encogí de hombros y seguí mi camino.
Mientras caminaba, vi a un montón de chicos corriendo hacia
él,
cuando lo alcanzaron, le tiraron todos sus libros y le
hicieron una zancadilla que lo tiró al suelo. Vi que sus anteojos volaron y
cayeron en el pasto como a tres metros de él. Miró hacia arriba y pude ver una
tremenda tristeza en sus ojos. Mi corazón se estremeció, así que corrí hacia él
mientras gateaba buscando sus anteojos. Vi lágrimas en sus ojos. Le acerqué a
sus manos sus anteojos y le dije, "¡esos chicos son unos tarados, no
deberían hacer esto!".
Me miró y me dijo: "¡Hola, gracias!" Había una
gran sonrisa en su
cara; una de esas sonrisas que mostraban verdadera gratitud.
Lo ayudé con sus libros.
Vivía cerca de mi casa. Le pregunté por qué no lo había
visto antes y me contó que se acababa de cambiar de una escuela privada. Yo
nunca había conocido a alguien que fuera a una escuela privada.
Caminamos hasta casa. Lo ayudé con sus libros; parecía un
buen chico.
Le pregunté si quería jugar al fútbol el sábado, conmigo y
mis amigos, y aceptó. Estuvimos juntos todo el fin de semana. Mientras más
conocía a Kyle, mejor nos caía, tanto a mí como a mis amigos.
Llegó el lunes por la mañana y ahí estaba Kyle con aquella
enorme
pila de libros de nuevo. Me paré y le dije: "Hola, vas
a sacar buenos músculos si cargas todos esos libros todos los días". Se
rió y me dio la mitad para que le ayudara.
Durante los siguientes cuatro años, Kyle y yo nos
convertimos en los mejores amigos. Cuando ya estábamos por terminar la
secundaria, Kyle decidió ir a la universidad de Georgetown y yo iría a la de
Duke. Sabía que siempre seríamos amigos, que la distancia no sería un problema.
Él estudiaría medicina y yo administración, con una beca de fútbol.
Kyle fue el orador de nuestra generación. Yo lo cargaba todo
el
tiempo diciendo que era un "traga". Llegó el gran
día de la Graduación. Él preparó el discurso. Yo estaba feliz de no ser el que
tenía que hablar. Kyle se veía realmente bien. Era uno de esas personas que
realmente se había encontrado a sí mismo durante la secundaria, había mejorado
en todos los aspectos y se veía bien con sus anteojos. ¡Tenía más citas con
chicas que
yo y todas lo adoraban! ¡Caramba! Algunas veces hasta me
sentía
celoso...
Hoy era uno de esos días.
Pude ver que él estaba nervioso por el discurso, así que, le
di una
palmadita en la espalda y le dije: "Vas a ver que
estarás genial, amigo".
Me miró con una de esas miradas (realmente de
agradecimiento) y me sonrió.
"Gracias" me dijo.
Limpió su garganta y comenzó su discurso: "La
Graduación es un buen momento para dar gracias a todos aquellos que nos han
ayudado a través de estos años difíciles: tus padres, tus maestros, tus
hermanos, quizá algún entrenador... pero principalmente a tus amigos.
Yo estoy aquí para decirles a ustedes, que ser amigo de
alguien es el mejor regalo que podemos dar y recibir, y a propósito, les voy a
contar una historia.
Yo miraba a mi amigo incrédulo, cuando comenzó a contar la
historia del primer día que nos conocimos. Aquel fin de semana él tenía
planeado suicidarse.
Habló de cómo limpió su armario y por qué llevaba todos sus
libros
con él; para que su mamá no tuviera que ir después a
recogerlos a la escuela.
Me miraba fijamente y me sonreía. "Afortunadamente fui
salvado. Mi amigo me salvó de hacer algo irremediable". Yo escuchaba con
asombro cómo este apuesto y popular chico contaba a todos ese momento de
debilidad.
Sus padres también me miraban y me sonreían con esa misma
sonrisa de gratitud.
Recién en ese momento me di cuenta de lo profundo de sus
palabras: "Nunca subestimes el poder de tus acciones: con un pequeño
gesto, puedes cambiar la vida de otra persona, para bien o para mal. Dios nos
pone a cada uno frente a la vida de otros, para impactarlos de alguna manera.
Mira a Dios en los demás".
Ahora tienes dos opciones:
"Los amigos son ángeles que nos llevan en sus brazos
cuando nuestras alas tienen problemas para recordar cómo volar"
El Serrucho
Siempre fue débil y tembloroso. Ahora, con sus catorce años,
su aspecto blanquecino y su contextura casi ridícula por lo blanda y
desgarbada, empezaba a despertarle algún sentimiento extraño hacia sí mismo. No
tenía amigos, es verdad, pero en el colegio veía y lo veían, y a menudo era
objeto de burlas por compañeros de su edad, con espaldas anchas y barbas
incipientes que eran contundente testimonio de virilidad.
Fue encogiéndose cada vez más. Su miedo no aumentó ni
disminuyó: era en él casi connatural y solamente se encogía y temblaba con él.
Las primeras noticias del monstruo del serrucho lo tomaron
casi sin sorpresa: sus compañeros de curso los tenían acostumbrados a todo.
Inventaban cualquier excusa para hacer gala de valentía y poner en evidencia el
temor de las muchachas (también el suyo, lamentablemente y para mayor alborozo
de los graciosos mastodontes). Ellos seguramente estaban detrás de todo esto.
¿Por qué esos muchachones fuertes y seguros, triunfadores en todo, le dolían
tanto? Un día comprendió que le recordaban a su padre. Nunca lo había notado
antes, tal vez porque antes eran aún niños y ahora, con una estatura mayor, una
voz más grave y esa actitud prepotente que nunca comprendió en su padre, la
asociación se le hacía transparente, casi inevitable. ¿Por qué su padre lo
habría despreciado siempre? Era él el menor de cuatro hermanos, pero él era el
único varón. Cierto día se enteró, sin querer, que su padre sólo esperaba ‘el
machito’. Absurdamente se sintió feliz: él había sido esperado especialmente
por su padre. Luego, fue descubriendo que su padre no lo trataba como él
hubiera creído y querido. Un día le dijo: “marica, más me hubiera valido otra
hembra a semejante marica...” Allí comprendió: él era la decepción final.
Cuando el varón tan esperado llegó, no era lo que su padre hubiera querido.
¡Qué feliz sería su padre si su hijo fuera como sus compañeros de curso!. Eso
lo llenaba de una rara melancolía que a veces derivaba en rabia. Al recordar
esto, volvía a dejarse llevar por sus angustias secretas vividas por años en el
Colegio.
Lo peor eran los recreos: allí todo estaba a disposición
para las destrezas, las bromas pesadas, la sutil competencia varonil ante las
chicas del curso, que lo miraban a veces con lástima, otras con algún
sentimiento que él no sabía o prefería no definir... Allí también, en los
recreos, las bromas sobre el monstruo del serrucho daban pie para poner en
evidencia su fragilidad, su desmembrada arquitectura corporal, su poquedad...
Un día ocurrió algo que cambió su intuición primera: Daniel,
el ‘patrón’ del curso, llegó desencajado. Contó que el monstruo del serrucho lo
había atacado. ¿Una chanza de Daniel? Parecía que no, porque no bromeó con ello
en ningún momento. A partir de ese día, una obsesión anidó en su débil cerebro
y ya no se movió de allí: él descubriría al monstruo. ¿Una patriada personal
para demostrarse a sí mismo y a los demás que no era tan timorato como parecía?
¿Un modo de ‘escapar para adelante’, ya que el monstruo había comenzado a
llenarlo de un temor extraño que proyectaba su sombra hacia las noches, y que
robaba su sueño o lo llenaba de extrañas imágenes?
No se detuvo a investigar los motivos. Una extraña vitalidad
corría ahora por sus venas con un ardor frío. Comenzó a informarse más. Ya eran
muchos los que lo habían visto. En general, no le daban tanta importancia (al
menos, no le daban tanta importancia como él le daba, o como él hubiera
deseado, en fin: algo sufría en él cuando comprendía que no le daban al
monstruo tanta importancia. Claro, cuando él lo descubriera, su triunfo sería
mayor, su reivindicación social sería mayor cuanto mayor fuere el temor con que
el monstruo tenía a todos acobardados). Supo que usaba una careta grotesca, que
en la oscuridad aparecía como de leopardo, según algunos, como de un pobre
diablo, según otros.
Desde que había decidido descubrirlo, sus antenas
registraban todos los detalles y sus manos anotaban todo en un pequeño cuaderno
que no mostraba a nadie.
Fue elaborando hipótesis que luego descartaba. Así pasaron por
su mente sus compañeros de curso casi uno por uno. Menos Luis, casi tan infeliz
como él mismo, y Raúl que tenía una extraña nobleza y nunca lo había
mortificado directamente. Bueno, claro, sí indirectamente, porque Raúl era un
‘ganador’ en todo, y su misma presencia lo mortificaba... Pero eso era otra
cosa. Él sabía distinguir. No, Raúl y Luis no. Menos aún cuando precisamente
Raúl sufrió un ataque a manos del monstruo. Raúl tenía un rostro hermoso y
varonil a la vez. A pesar de que solamente pudieron verlo luego de varios días,
cuando ya la herida cicatrizaba, todos, pero especialmente las muchachas, se
llenaron de espanto. Podría decirse que casi le abrió la cara en dos. Su
mejilla fue ‘rehecha’ a duras penas y sin mucho éxito: ya nunca volvería a ser el
mismo.
Un día sintió que se estremecía: ¡su padre! ¿No tenía acaso
su padre una herrería al fondo, donde nunca lo dejó entrar, porque ese lugar
era “para hombres y no para maricas”? ¿Y no andaba el monstruo con un serrucho?
Él mismo había visto cómo su padre reía y parecía disfrutar de todo lo
perverso. Cuando le contaban cosas del monstruo parecía feliz. Era como si lo
mirara a él. Sí: él sentía que su padre lo miraba como diciéndole: “marica,
¿tenés miedo? ¿No ves que esto es cosa de hombres?” Empezó a observar a su
padre. Un extraño placer lo atormentaba pensando en ser precisamente él quien
lo desenmascarara... ¿Por qué su padre salía siempre de noche? ¿Por qué ni
siquiera su madre sabía dónde iba? ¿Por qué tantas veces, cuando volvía, oía
llorar a su madre y hasta oyó varias veces que su padre la golpeaba? Claro, él
nunca la defendió: se acurrucaba en un rincón de su camita y allí se quedaba.
Ni siquiera lloraba, por temor a despertar contra él el enojo de su padre. Pero
¡claro!: ¿cómo no lo comprendió antes? Su madre conocía el secreto de su padre
y por eso él le pegaba, para que callara. Por eso su madre no reía cuando
contaban las andanzas del monstruo...
Desde que comprendió la verdad, la obsesión pareció ceder a
otro sentimiento que nunca pudo definir. Era como un temor febril y un placer
morboso. Observaba a su padre en todo momento. Sus gestos, sus fanfarronadas
(que ahora le dolían menos que antes: él no era menos ya que conocía su
secreto), sus movimientos, sus salidas.
Una noche soñó con el monstruo. Fue un sueño torpe, que
parecía no tener relación directa con lo que había oído sobre el monstruo.
Fueron imágenes confusas y de repente, el monstruo reía y él sentía que ya no
podía huir de él. Estaba en sus manos y lo cortaba pero no con un serrucho: era
algo así como una sierra de carnicería. Él veía con horror que su cuerpo era
rebanado en rodajas gruesas, transversalmente, pero no sentía dolor ni se
moría, solamente miraba impotente entre las manos poderosas. Allí lo vio con
mayor claridad aún: eran las manos de su padre, era su indiferencia y su
desprecio. Era él... Un grito sordo y largo hizo desvanecer las imágenes del
sueño y se despertó oyendo, casi como un eco de la memoria, su propio grito...
El sudor lo bañaba íntegro. La certeza, como un acero helado, abría su mente y
se instalaba en el centro de su ser...
Aquella mañana de octubre, varios días después de aquel
sueño revelador, sintió que su cuerpo se hacía trizas: su padre había sido
encontrado descuartizado en un baldío. Era obra del monstruo, nadie lo dudaba.
Si el monstruo había asesinado a su padre, entonces el
monstruo no era su padre... Sintió miedo. Por primera vez sintió miedo y
decidió no seguir investigando.
No lloró por su padre, pero tampoco sintió alivio. No sabía
lo que sentía. No sabía si aún sentía.
Esa misma noche, mientras en la habitación grande de la casa
velaban a su padre, salió al patio. Allí, como en un extraño pacto consigo
mismo, decidió renunciar a descubrir al monstruo.
En un rincón del patio, detrás de la herrería, quemó el
cuaderno donde había anotado todos los detalles que iba ávidamente acopiando
sobre el monstruo. En el aljibe profundo y abierto, rompiendo la paz de las
estrellas que se ocultaban en el fondo, arrojó la máscara y el serrucho.
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