Lo habían agarrado en flagrante delito de robo, y no
existían circunstancias atenuantes que lo justificaran. A pesar de todas sus
negativas no pudo evitar que la justicia lo mandara a la muerte.
Cierto, había tratado de mostrarse sereno y había logrado impresionar
a sus mismos jueces. Todavía le quedaba un poco de humor, y decidió jugarse
hasta la última carta. Trataría al menos de ganar tiempo, para vivir un rato
más.
Cuando le leyeron la sentencia que lo condenaba a la horca,
la escuchó con calma, y concluyó la sesión preguntado si tendría la oportunidad
de expresar su último deseo. Era imposible que se lo negasen. Y así fue. Se lo
concedieron, antes aún de averiguar de que se trataba.
-Quisiera — dijo — ser yo mismo quien elija el árbol en cuya
rama tendré que ser ajusticiado.
Aunque la petición pareció a los jueces un tanto romántica
para lo dramático de las circunstancias, no hubo inconvenientes en
concedérsela. Le designaron un piquete de cuatro guardias para que lo
acompañaran en el recorrido por el bosquecito de las afueras de aquella vieja
ciudad medieval, en la que este suceso se desarrollaba conforme a las
costumbres y procederes de la época.
Más de tres horas duró la caminata, que impacientó a todos,
menos al interesado, que gastaba su tiempo desaprensivamente observando con
superioridad e ironía cada árbol y cada gajo que podría ser su último punto de
apoyo sobre esta tierra de la que se despediría en breve. Los miraba y
estudiaba minuciosamente, para desecharlos luego casi con desprecio. No sería
una miserable planta con tantos defectos la que tendría el honor de cargar con
su partida. De esta manera fue pasando de árbol en árbol, hasta que hubo
inspeccionado todos los posibles.
De nuevo ante el juez, expresó así sus conclusiones:
-¡Señor juez! ¿Quiere que le diga la verdad? No hay ninguno
que me convenza.
Murió lo mismo. Y sin haber elegido.
Tengo dos amigos. Uno de ellos ha llegado a la convicción de
que debería consagrar su vida a Dios. Pero todavía no ha encontrado ninguna
congregación que lo convenza. El otro cree en el amor. Pero no cree en las
mujeres.
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